Necesidad social. Ese sentimiento colectivo que se caracteriza por el anhelo de piel, de contacto, de lenguaje no verbal más allá de lo que deja ver la mascarilla. El síndrome de abstinencia de lo que entendíamos por cotidiano.
Quieras o no, la salud mental se va resintiendo. Y eso que muchos somos afortunados. Porque tenemos trabajo, porque nuestra labor no implica salvar vidas y arriesgar con ello la nuestra propia, porque -cerca o lejos- tenemos a los nuestros, porque seguimos en pie, porque estamos vivos. Pero a veces el pensamiento no entiende de suertes y nos pide un pellizco de normalidad (de la antigua, de la de siempre).
Y que sí, que la pandemia nos ha enseñado a parar. A poner por delante lo verdaderamente importante y valorar aquello de que “éramos felices y no lo sabíamos”. Habrá muchos a quienes esto les haya ofrecido grandes oportunidades y otros a los que, por desgracia, les ha arrebatado todas. Dicotomía pandémica.
2021 ha llegado con fuerza, como si su antecesor se hubiera dejado alguna cuenta pendiente (al parecer una pandemia mundial no era suficiente) y en apenas un mes se ha ocupado de hacer historia. “El año de la esperanza” decíamos... Igual es que no nos hemos enterado y resulta que 2021 empieza en febrero, guardemos la esperanza, que es lo último que se pierde.
Atrás quedaron los aplausos y los balcones forrados de arcoíris. Hoy aquellos días de “Resistiré” y “Saldremos mejores de esta” se han teñido de un gris que ha llegado hasta el cielo. Politicuchos vacunándose cuando no les toca, poniendo en evidencia su falso patriotismo; al tiempo que nuestros héroes de bata blanca respiran hastío por cada poro que se esconde tras esos incómodos EPIs.
Mi corazón me ruega amigas, me suplica familia, me reclama una mirada furtiva desde el otro lado de la barra en una noche de buena música y mejor cerveza, me implora besos, abrazos, “achuchones”, roce, caricias... Toca esperar, un poco más.

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